Como esta última, El planeta de los simios tiene
al frente del reparto a Charlton Heston, aquí pasando penalidades sin
cuento, convertido en una suerte de Tarzán sin apenas taparrabos,
inmerso en una extraña pesadilla por la cual el planeta al que su nave
espacial ha ido a amerizar está en manos de los simios, en tanto el ser
humano semeja un pálido reflejo de sí mismo y ha devenido en criatura
inferior, sumisa.
Entre
las virtudes de la cinta de Schaffner se cuenta la alteración de
algunos de los postulados sobre los que se asentaba la novela homónima
de Pierre Boulle (sí, el mismo que firmó otro título célebre, El puente sobre el río Kwai).
Pero no es para menos cuando se atiende a la nómina de guionistas que
gestaron el proyecto: estaba ahí Rod Serling, el artífice de The Twilight Zone, y sobre todo Michael Wilson, uno de los damnificados por la caza de brujas desatada por el senador McCarthy. Wilson
figuró durante años en la ominosa lista negra de Hollywood, lo que le
acarreó ser relegado al ostracismo, comprobando cómo sólo unos pocos se
aventuraban a contar con sus servicios, y en todo caso bajo la infamante
pena de ser proscrito de los créditos o de verse obligado a utilizar un
seudónimo.
Mucho de lo padecido durante esa
sangrante experiencia lo volcaría Wilson en la película de Schaffner,
que ciertamente no podía haberse estrenado en un año más adecuado por lo
emblemático. Si bien el film funciona a las mil maravillas como relato
de aventuras, con concesiones a un humor sarcástico e incisivo que a
menudo suscita la sonrisa, la trama no deja de ser una excusa
propiciatoria para esbozar un acerado retrato de la diferencia entre
clases, así como de los prejuicios raciales; cuestiones tan en boga en
la América de aquellos días, y vigentes en no escasa medida en nuestro
paisaje actual. Junto a ello, un disparo al corazón de las tradiciones,
con expresa invocación al conflicto atávico entre ciencia y religión.
La ciencia ficción ha sido desde
sus orígenes un vehículo idóneo para ilustrar con mayor propiedad las
anomalías y lacras de la sociedad. Y El planeta de los simios hace
honor a esa cualidad. Así, chimpancés, gorilas y orangutanes tienen
bien definidas sus distintas competencias y áreas de influencia: los
primeros desarrollan funciones intelectuales, "académicas", en tanto los
segundos son los encargados de velar por el orden y la defensa. A los
terceros se les reserva el cetro de un poder ancestral, que tiene tanto
de jurídico como de sagrado y religioso. Son los guardianes de la fe,
los sumos sacerdotes.
Cada uno de esos estratos se
abstiene de relacionarse con los otros dos más allá de lo estrictamente
necesario (en fenómeno digno de estudio, al parecer los propios actores y
extras, provistos del arsenal de maquillaje que les transmutaba en
monos, repetían durante los descansos del rodaje ese mismo
comportamiento de modo natural y espontáneo, sin explicación aparente).
En una impagable secuencia, la
del juicio al astronauta Taylor, el sutil guionista que era Wilson lleva
a cabo su particular ajuste de cuentas con quienes le vetaron y
postergaron de modo ruin. El tribunal conformado por orangutanes
interroga despótico a un Heston aturdido, anonadado por lo que le rodea.
Ante el acoso, la doctora Zira (chimpancé, of course) protesta
airadamente. El presidente del tribunal desdeña la propuesta aduciendo
que el acusado es un ser humano y, por tanto, carente de derechos. Zira y
su prometido Cornelius (chimpancé, of course) tienen fácil la réplica:
si el procesado carece de derechos, si es inimputable... ¿de qué rayos
se le acusa? ¿De qué cabe acusarle?
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